Las dictaduras en nuestro país, a lo largo de todas las épocas, fueron nacionalistas solo de la boca para afuera; en la práctica, hicieron lo imposible por destruir la industria nacional, socavar los derechos de los trabajadores y, en definitiva, defender los intereses de los Estados Unidos y de otras potencias extranjeras.
El golpe de Estado de 1976 no solo tuvo como objetivo instaurar el terrorismo de Estado y eliminar a la militancia política y sindical, sino también imponer un modelo económico ultraliberal en beneficio de sectores financieros multinacionales y de los exportadores de materias primas.
El ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, abrió las importaciones de manera indiscriminada, promovió la desindustrialización, generó un endeudamiento externo masivo e impulsó la llamada “tablita cambiaria”, que favoreció la especulación financiera en detrimento de la producción.
Las consecuencias fueron devastadoras: el cierre de más de 20 mil fábricas —cuando hasta el tornillo más pequeño de un auto se producía en el país—, el desempleo masivo y la miseria en ascenso. A ello se sumó la represión indiscriminada contra obreros desocupados y los sindicalistas que los defendían, muchos de los cuales pasaron a engrosar la lista de miles de Desaparecidos. Esto desmiente, de manera categórica, a quienes todavía sostienen que todos los secuestrados eran “terroristas asesinos”.
Cuando el actual mandatario insiste en que Raúl Alfonsín fue “el peor presidente de la historia”, debería mirarse al espejo más de una vez. Su voz, cada vez más estridente y violenta, se apaga día a día, porque ni él ni su hermana, ni sus amigos pueden sostener el derrumbe que ya tienen encima.
Alfonsín, al llegar a la presidencia en un país desolado, mostró su costado más humano. Además de promover la creación de la CONADEP y alentar el Juicio a las Juntas, su proyecto de Democracia Social no solo buscaba restablecer el Estado de Derecho, sino también recuperar derechos sociales, económicos y culturales ultrajados por la dictadura. Solía afirmar que “la salud, la educación, la vivienda y el trabajo no eran concesiones, sino derechos esenciales de la ciudadanía”. Su tristeza, siempre reflejada en el rostro, provenía de no haber podido concretar plenamente esos objetivos.
Incluso hoy, en un mundo vertiginoso en el que la chabacanería, la ignorancia y la frivolidad hunden a tantos dirigentes, escucharlo con su tono pausado, sereno y cálido es como escuchar a un poeta. Hasta sus ojeras de desvelo parecían hacerlo más sabio y sensible.
Es cierto que cometió errores económicos, en parte por malos informes y consejos equivocados. Sin embargo, el Golpe de Mercado —al que se sumaron incluso algunos sectores sindicales— terminó siendo la estocada final a su gobierno.
Hablar más de Raúl Alfonsín, un hombre al que jamás se lo vio envuelto en escándalos ni sentado en un tribunal, sería concederle a usted una relevancia que no merece. Y si hoy ocupa la presidencia, no es por mérito propio, sino por la profunda crisis que atraviesan la Unión Cívica Radical y otras fuerzas tradicionales.
Por Sergio Mucznik, Profesor en Historia.