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El Discurso de la Apertura de Sesiones Ordinarias: Entre la Mezquindad Política y la Falacia de la Defensiva Institucional

En un país como Argentina, donde los acontecimientos políticos se suceden con una frecuencia vertiginosa, no es sorpresa para nadie escuchar el mismo discurso de todos los presidentes en cada apertura de sesiones ordinarias del Congreso. Promesas de logros alcanzados, de avances en la gestión, y de desafíos por enfrentar, siempre con un tono optimista y un enfoque en la autocomplacencia. Sin embargo, lo que realmente resalta no son tanto las palabras del mandatario, sino las reacciones de los actores políticos que se encuentran al margen de esa oratoria.

Este año, el discurso del presidente no pasó desapercibido, aunque por razones ajenas a los contenidos en él. La ausencia de los diputados de Unión por la Patria, anunciada previamente, deja al descubierto una de las caras más amargas de la política argentina: la mezquindad y el cinismo de ciertos sectores que anteponen sus intereses partidarios a la necesidad de respetar las tradiciones democráticas.

Este acto de desaire, lejos de ser una simple diferencia política, evidencia un problema mucho más profundo. El rechazo sistemático a reconocer la importancia de momentos como la apertura de sesiones no solo refleja un desprecio por el presidente de turno, sino también por el propio Congreso y por las instituciones que deben estar por encima de cualquier interés momentáneo. Al ausentarse de un acto institucional tan relevante, estos diputados no solo demuestran una actitud de confrontación sin medida, sino también un desprecio por aquellos que lucharon por nuestra democracia, por quienes sufrieron bajo dictaduras y por todos aquellos patriotas que construyeron un país basado en el respeto mutuo y en la representación democrática.

Lo que esta actitud deja en evidencia es la hipocresía de quienes se llenan la boca hablando de su defensa de la democracia, mientras por debajo de la mesa se maneja la política de la confrontación sin principios. La retórica del peronismo en sus diversas versiones ha estado históricamente marcada por la exaltación del poder y el control, muchas veces a costa de la institucionalidad. No es casualidad que el mismo Perón, en sus discursos, expresara con dureza su desprecio por aquellos que no se alineaban con su visión. Esta impronta antidemocrática se perpetúa a través de los años, con un desprecio por los principios que deberían regir las relaciones políticas dentro de una democracia.

La omisión de los diputados de Unión por la Patria durante la apertura de sesiones debe verse como una clara manifestación de esta falta de compromiso institucional. Es una muestra palpable de la arrogancia política de un sector que, si bien se dice defensor de la democracia, utiliza las instituciones a su conveniencia y las desprecia cuando no están a su servicio. Este accionar no es propio de una oposición madura, dispuesta a contribuir al bienestar común, sino de un grupo sediento de poder por el poder mismo.

Por supuesto, esto no implica que se deba defender ciegamente al gobierno actual. Quienes están en las antípodas del liberalismo libertario, como es mi caso, pueden y deben criticar las políticas de turno. Sin embargo, lo que se debe resaltar en este caso es el respeto por las instituciones, por los símbolos democráticos y por el pueblo que eligió, con la esperanza de un país mejor, a los representantes que tienen la obligación de dar cuenta de su labor y cumplir con sus funciones. Las tradiciones democráticas son mucho más grandes que cualquier partido, y por ello, merecen ser defendidas más allá de cualquier contienda política.

El problema no reside en que haya oposición, sino en cómo se ejerce esa oposición. El camino de la confrontación absoluta, el rechazo a los actos institucionales, y la negativa a sentarse en el mismo lugar donde se discuten los destinos del país no son el camino hacia una democracia saludable. En lugar de buscar el enfrentamiento, el país necesita un espacio de diálogo, de respeto mutuo y de responsabilidad política.

Finalmente, la historia nos muestra que la política de la que hoy son partícipes muchos de esos sectores, tan llenos de discursos populistas y de promesas incumplidas, no ha hecho más que contribuir a la crisis que atraviesa el país. Los años de gobierno desde 1983 hasta la fecha son testigos de las promesas incumplidas y de una constante búsqueda del poder, sin importar el costo para el pueblo. La culpa siempre es de otro, nunca de quienes realmente ejercen el poder. Esto es lo que se debe cuestionar, y es lo que no puede seguir sucediendo si realmente queremos un país que avance hacia la verdadera democracia.

La política argentina necesita dejar atrás la mezquindad, la hipocresía y el desdén por las instituciones. Solo así podremos avanzar hacia un futuro donde la política sirva realmente a los ciudadanos y no a los intereses de unos pocos.

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